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lunes, 13 de febrero de 2012

reseña de Ritual del Necio, de Roberto Méndez


Ritual sobre Ritual. 

Un Ángel en el comienzo de la noche, alza su trompeta, recuerda a una mujer, y la ciudad está a punto de convertirse en una fuga. Roberto Méndez así, comienza a orquestar bajo sus dominios, la repetición mística de una sinfonía que resume en tono de novela. Wagner, Casal, Lezama, Heredia, Martí, el sueño, el tiempo, el giro incauto hacia un lugar del cual se escapa en las inmediaciones de un país en plena evolución, confluyen en armonía inesperada. La transformación del signo que amenaza también con la Trinidad, de personajes surrealistas (y con esto sé acoto el diapasón de su movimiento) que aparecen y desaparecen al antojo mismo de una leyenda. Una independencia arraigada en la necesidad, promueve que todo un hilo arácnido se extienda sobre las páginas de El ritual del necio, venciendo lo barroco, lo gótico, lo antiguo que se establece en la relación autor-obra-lector.
Con Méndez no es necesario el referente, blanco sobre blanco, cada paso (línea) se mezcla dentro de imágenes que llevan a la confirmación peligrosa: falta de lectura o al menos de información valedera. Lo propuesto en la novela, que conviene llamarlo cisne, que es herido varias veces, que muta hacia algo más allá de lo verdadero, retrae al complejo Andrés (el Ángel), lo divide y reorganiza, muestra desde una inminente re-construcción la fuerza que imprime una novela sobre otra novela. Méndez ironiza sobre el suicidio, deja al vuelo preguntas que actúan como terremoto en las bases filosóficas de nuestros designios; propone que la muerte es sólo un recurso (él mismo es un suicida que no muere). A ratos el erotismo sintetiza secuencias que golpearían con fuerza de púgil olímpico, pasando el foco de atención sobre disímiles puntos de la escena, creando una sensación omnipresente que desemboca en los cantos de un suceso harto conocido: una representación a la cual sólo se asiste por el privilegio de la invitación, y deja fuera la masividad que apoca el hecho artístico del mito.
En consecuencia, surge un Homero-Esopo-juglar (el escribiente eterno) que puntualiza aquello que no nos fue develado al navegar entre estas dos aguas. Y explica casi todo, y no salta ningún momento. Arranca media sonrisa al ver cómo una fábula es contada tantas veces, una recombinación cuasi histórica; el dedo nos señala desde una esquina. A través de arcaísmos, un viento que sabe a Siglo de Oro Español, un lenguaje tan carnavalesco, hace de bufo y sabe qué hace falta para que la ilusión se revitalice. Su explicación no separa las confluencias, sino acentúa la maniobra; es capaz de negarse por la propia historia, es capaz de mezclarse con elementos completamente contemporáneos, es capaz de obligarnos a reincidir en él bajo un aluvión de halagos.
Nos convierte en reyes que gustamos de una buena historia, solidificada en un bote junto a Virgilio, tan cubano, que no es posible metamorfosearlo. Blanco sobre negro, regreso al mismo tiempo que transcurre (cronotopo de Méndez) marcado por el deseo de estampar la consecuencia de cicatrizar el Paradiso. Parsifal-Perceval aún la búsqueda del signo, enredado en una razón apocalíptica, difiere a veces con el autor y reduce las posibilidades de su desenlace; Méndez adquiere autonomía en la novela que defiende un inocente; Wagner toma la batuta y deja compararse, atendiendo a las comisuras de lo ubicuo (su muerte y nacimiento de la ópera); el Ángel busca ayuda en nosotros y no podemos ayudarlo porque es un personaje.
Lo femenino es su despego (Méndez-Andrés-Parsifal), que traiciona con la huida, que se retuerce y gira el curso, sorprendentemente, asume la solución y ahonda el vacío que la ciudad produce. El cisne que muere. Aquellas cartas proponen también su idolatría, desbaratan el coraje, y obligan a pisar fuerte la soledad y la pobreza. En ambos casos, mujer novelada por Méndez contra mujer de novela creada por Méndez, ocultan y salvan el interés de la leyenda, la una convertida en Santo Grial, la otra destinada a ser purificada por él; negro sobre rojo, Carpentier ofrece el visto bueno en consecuencia con su tempo.
Marcando el hito, hace suya una propuesta: mito + novela = La Novela; Casal ríe, cosa relacionada a su muerte; Franz (necesaria su mención) es un fantasma que corresponde lo culto sólo con el producto; La Víbora ha sido despojada, no es un fantasma y sabe que lo culto tiene sus zonas oscuras, sus ignorancias; estos encuentros denotan si no finalidades opuestas, algo de asonancia, y Andrés no rehúye a esto, más bien lo busca, encadenado al comercio del “material”, erige sus dudas; en el campo de la música Wagner le trabaja el organismo. Con una organicidad que roza la novela jazz, Méndez pretende que una sinfonía faculte el mínimo, a pesar de la opulencia del lenguaje, a pesar de lo desbordado-comprometido.
Lástima que no fue primera de su tiempo, que tiene alusiones que no vacilan en hacerla grande y explosiva, esta novela critica y se critica, directamente a la imagen desde la imagen, a la realidad desde su alternancia de signos. Propia de un caudal que aplasta, incluso, a la avalancha; sostiene algo parecido a la in-continentalidad, rojo sobre blanco. Méndez conviene que lo plural proviene de la significación, y estimula su representación desde un cuartucho que embelesa a La Hermandad, a Tito y a Coco, como una crisis manifiesta. 
Destinada, algo “manchada”, pero inconfundible ritual, esta visión que se sobrepasa a sí misma, ejerce presión sobre el certamen que lo ofrece al público. Premio Carpentier 2011, usted Roberto Méndez, tiene mi agradecimiento.

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